Las razones en que mi tío fundaba la tenacidad de su empeño eran muy juiciosas, y me las iba enviando por el correo, escritas con mano torpe, pluma de ave, tinta rancia, letras gordas y anticuada ortografía, en papel de barbas comprado en el estanquillo del lugar. Yo no las echaba en saco roto precisamente; pero el caso, para mí, era de meditarse mucho y, por eso, entre alegar él y meditar y responderle yo, se fue pasando una buena temporada. La primera carta en que trató del asunto fue la más extensa de las ocho o diez de la serie. Temía colarse en él de sopetón, y me preparaba el camino para sus fines, «tomando las cosas desde muy atrás, y como si nos tratáramos entonces, aunque de lejos, por primera vez».