El modelo de la gran distribución moderna -hipermercados, supermercados, grandes almacenes- tiene una importancia central en el sistema capitalista de la globalización, y no sólo porque algunas empresas de la distribución se encuentren entre las mayores multinacionales del planeta. Acostumbrarnos a comprar en este tipo de establecimientos, en detrimento del casi extinguido comercio tradicional de proximidad, ha modificado cómo y qué compramos: los pequeños proveedores muy difícilmente logran vender sus productos a las cadenas de supermercados, que se han convertido en verdaderos formadores de precios y nos ofrecen productos cada vez más homogéneos, bajo una apariencia de colorida diversidad. El modelo de la gran distribución alimenta una cadena socialmente injusta y ambientalmente insostenible, basada en la deslocalización de la producción y en la externalización de los costos socioambientales. El pastel de la alimentación, el textil, los productos culturales y cada vez más sectores están en cada vez menos manos, que deciden qué consumimos, qué comemos y cómo habitamos el espacio. Sin embargo, surgen alternativas, como los grupos de consumo, las huertas urbanas o los mercados sociales, que aparecen como semillas de cambio que apuestan por otros mundos posibles.