El descubrimiento del Nuevo Mundo convirtió a España en potencia mundial e inauguró un nuevo capítulo en el comercio internacional, si bien en el siglo XVII los españoles tuvieron que hacer frente a una grave crisis. Con el mercantilismo, el mercader se convirtió en la figura central de la sociedad. Si a partir de entonces los nobles aspiraron a ejercer el oficio de mercader, que se había dotado de prestigio gracias a la riqueza que conllevaba, no dejaba de ser evidente, en muchos casos, la desigualdad existente entre el honor de ambos: ya desde los tiempos bíblicos, el usurero y el logrero dañaron la imagen del mercader, que se encuentra bajo la sospecha de ser codicioso, de sacar provecho del trabajo ajeno y de vivir ociosamente del trabajo productivo. Sin embargo, no deja de situarse en las antípodas tanto del caballero ocioso, al cual se le prohíbe trabajar, como del pobre mendigo, que gana su dinero a través de la mendicidad y no del trabajo. En el contexto de una nueva valoración del mercader se formuló un nuevo ideal de vida, en el cual el trabajo sobrio y disciplinado se vuelve central, mientras que el afán de honor comienza a ser condenado.