Al calor de la lucha por la independencia, los intelectuales hispanoamericanos asumieron en las primeras décadas del siglo XIX la responsabilidad de fomentar el sentimiento patriótico y de llevar a las nuevas repúblicas por el camino de la civilización. Consecuentes con las esperanzas depositadas en la literatura como primer paso para la educación de los pueblos, entendían que los poetas habían de preparar el camino a los filósofos y los políticos. El tiempo permitiría comprobar que ese compromiso podía prorrogarse indefinidamente, que la literatura estaba destinada a ser el instrumento más adecuado para denunciar los problemas y tratar de resolverlos, para suplir las deficiencias de un medio en que los avatares políticos y sociales ahogarían otras posibilidades de desarrollo artístico y cultural. En la segunda mitad del siglo XX, cuando un mercado creciente facilitó la difusión de las obras y los medios de comunicación hicieron del escritor una figura pública, no pocos autores trataban de responder a la convicción de que las novelas desempeñaban en las sociedades modernas el papel que los mitos habían ocupado en las primitivas, dando cohesión y sentido a los pueblos a la vez que se acercaban a la realidad profunda del hombre. La literatura compensaba todavía las carencias de la filosofía y de la ciencia a la hora de analizar la difícil realidad de Latinoamérica, al hacer su crítica y proponer su transformación. Mantenía así una función similar a la desempeñada en los años de la emancipación, aunque las propuestas de ahora nada tuvieran que ver con la voluntad de progreso característica de aquellos tiempos. De este modo, desde entonces hasta el presente, la literatura se había mostrado atenta a las inquietudes sociales, políticas y culturales de cada hora, habiendo constituido el pensamiento, la conciencia y la identidad de cada país y de sus lectores.