Después de mayo del 68, fecha que marcó prematuramente el comienzo de la década de los setenta, el objeto de arte empezó a ser considerado como algo completamente superfluo, como un simple instrumento más en el mercado. Fue el momento en que el arte conceptual estuvo en su apogeo, y con él su intento de liberar la obra de arte de su papel de objeto mercantil. Las acciones se convirtieron en la más evidente extensión de esta idea: aunque visibles, eran intangibles, no dejaban huellas y, por lo tanto, no podían ser compradas o vendidas. Bajo estos presupuestos, los espacios dedicados a la performance surgieron muy rápidamente en los principales centros de arte internacionales: los museos empezaron a patrocinar diferentes festivales, las escuelas de Bellas Artes se preocuparon por primera vez de introducir cursos de performance y surgieron algunas revistas especializadas.