La doctora Dolly vive en Dolly City, que está algo así como en Israel. En Dolly City todos los trenes llevan a Dachau, pero no a esa Dachau, sino a un monumento que se llama igual.
En el edificio de cuatrocientas plantas donde vive, Dolly tiene un laboratorio de experimentación. Entre ratas, conejos y la camilla en la que tortura al antiguo jefe de su padre, Dolly acoge a un bebé. La compasión da paso a la obsesión, la obsesión de la doctora es quirúrgica, y lo que persiste en este libro es la duda: acaso maternidad y locura sean necesariamente lo mismo. Y para ello tal vez ni haga falta ser una madre judía.
Fuera, mientras tanto, nieva y hace calor, los magos matan a espada a sus ayudantes y los enanos ven películas de Buñuel. Pululan por allí mohels y escarabajos Volkswagen (el único vehículo que uno vería si tuviese la suerte y la desgracia de pasearse por Dolly City). Claro que esta montaña rusa en forma de libro, señalizada por diálogos abruptos, imágenes cortantes y bisturíes oxidados, es sobre todo un relato caricaturesco. Y, como la maternidad, fundamentalmente esperanzado.
De Dolly City se ha dicho que es una granada de mano, una bestia hermosa y un grito de resistencia, que es distópica, fantástica y fantasmagórica, que convierte lo banal en original y el horror en una delicia, que hay que leerla varias veces –la primera para asimilar el shock–, que le ha abierto posibilidades discursivas al humor, que le ha cambiado la cara a la literatura hebrea, que se parece a Bulgákov y a Hunter Thompson y al Nuevo Periodismo y también a Keret, que no se la puede comparar con nada y que Castel-Bloom es la autora de ficción israelí más grande de su tiempo (Haaretz). Y eso no es poco decir.