De todas las ciudades americanas, tal vez la más interesante y original, la menos nivelada y amoldada por el progreso vertiginoso que ha uniformado la fisonomía de las capitales de este país, es Boston, centro de cultura académica y de refinamiento intelectual, en que viven tradiciones literarias y en que se conserva el culto celoso del genio americano. Mientras el tren rápido me conducía desde Nueva York hasta el corazón de la metrópoli de Massachussetts, después de haber entrado íntegro en un colosal ferry-boat, recorriendo una gran parte de la bahía de la gran capital y pasando bajo la red gigantesca del puente de Brooklin, para entrar en Harlem River y volver a tomar de nuevo las vías en que ahora volamos arrastrados por una de esas gigantes locomotoras de carrera (racers) que devoran las distancias, iba confirmando en silencio la exactitud de las observaciones de un viajero humorístico respecto a la reputación de que goza Boston en el resto de la Unión.