Algo que caracterizó a Alemania desde su unificación bajo Bismarck en 1871 fue el ser un país hegemónico a medias, una potencia mundial joven y no lo suficientemente establecida -y por ello frágil-, por lo cual para sus dirigentes se hizo siempre necesario resolver este estado inestable en el que su propia existencia como nueva potencia entre las otras estaba en juego. Efectivamente, un gran temor de los dirigentes políticos era su desaparición como Estado. Esta contradicción no resuelta contribuyó a la Primera y la Segunda Guerras Mundiales de las cuales saldría Alemania derrotada; con la primera perdería, entre otras, parte de su territorio y de su soberanía en las zonas del carbón, y con la segunda el Estado nacional alemán saldría fraccionado en cuatro partes y su población dividida entre la zona occidental capitalista y la zona oriental bajo la influencia del estalinismo soviético.