La investigación pedagógica se mueve siempre en la relación plural, incierta, variable, tentativa y subjetiva de conectar acontecimientos y sentido educativo. Mirar la educación como experiencia no supone desvincularse del mundo en el que habitamos, sino lo contrario: no desvincular al mundo de quienes lo viven, de quienes lo vivimos, de quienes lo experimentamos, de quienes lo sostenemos o lo soportamos, de quienes lo sufrimos o lo gozamos, de quienes lo consentimos o lo discutimos, de quienes lo hacemos y lo padecemos. En cuanto que experiencia, consiste en adoptar un punto de vista desde el que mirar a la educación; un punto de vista que atraviesa lo subjetivo y lo objetivo, el dentro y el fuera, lo micro y lo macro. Y por encima de todo, es la adopción de una actitud: la de dejarse sorprender, la de abrirse a los interrogantes, la de atender y escuchar lo que la realidad nos muestra, la de explorar el sentido, los sentidos? y los sinsentidos de la experiencia, y de las condiciones en las que tales experiencias se experimentan.
La educación, como experiencia personal, subjetiva, desestabilizante, que depende siempre del encuentro real de las personas, no tiene suficiente con la investigación al modo de las ciencias sociales. Necesita el alimento y la inspiración de otras maneras de conocer, de preguntarse, de atender a la realidad. Por eso, necesitamos ampliar la propia noción de investigación más allá de los vínculos con el procesamiento del mundo empírico, para conectarla con la cuestión de cuál es el saber necesario de la educación.
Los autores pretenden expresar la relación entre experiencia y saber, recuperando la noción del saber de la experiencia, como aquel tipo de saber necesario en la educación, un saber que nace, como diría María Zambrano, de la sedimentación de la experiencia, aquel poso de lo vivido y pensado que actúa como guía e inspiración en el vivir.