Viajar es una manera de irse. Hay un cierto componente de desaparición, de abandono, de ruptura que cada día percibo con mayor claridad, sobre todo cuando los viajes se piensan sin fecha de vuelta, o al menos sin el deseo de volver. Un viaje es el no estar, el diluirse. Un viaje es lo evanescente y lo efímero. La decisión voluntaria de ser otro en otro lugar, porque en el mismo lugar resulta mucho más difícil. Un viaje implica buscar aires menos viciados para respirar, sumergirse en las frías, aunque deliciosas, aguas de la ignorancia y el ser ignorado. Un viaje puede ser un recomenzar, o un lifting psicológico. Un viaje puede venir con el aroma de los amaneceres a las siete de la tarde o con el estigma de los tiempos perdidos. Un viaje, pues, puede ser esencia sin existencia, o al menos sin la existencia conocida.
Y en cuanto a la fascinación que me producen los viajes en tren, en particular, afirma el autor, hay dos cuestiones básicas: las líneas paralelas se cruzan en el infinito, según la geometría euclidiana, de ahí que las vías del tren me sugieran siempre la intensidad de los amores imposibles. Sin embargo, por otro lado, las vías parecen sugerir el determinismo de un viaje prediseñado: debemos, pues, romper ese aparente determinismo de la manera más creativa posible.