En los buenos cuentos, como en la vida, los silencios importan y definen y lo condicionan todo: el silencio de una novia cuando abandona a su pareja; el de un objeto que está a punto de estrellarse contra el suelo y se detiene de pronto; el de una risa en la cocina que ha dejado de oírse; el de unos pies que avanzan de puntillas; el de un salón con todos los muebles pegados contra la pared; el silencio que sigue a ciertas palabras que, nunca, nadie (ni un niño, ni un adulto) debería escuchar ni haber escuchado. Jamás. Jamás.
Con su primer libro, armado con una maestría sorprendente para manejar ese silencio y la profundidad de las historias que narra, Carlos Frontera retrata en Andar sin ruido –con un estilo incisivo y rotundo, pero al tiempo hilarante en el que hasta una onomatopeya es capaz de desencadenar la catástrofe– el vacío que queda cuando no queda nada que decir, el ruido que provoca algo que se rompe, lo que queremos incluso cuando dejamos de querernos.